Las leyes existen para complacer a unos y sancionar a otros. Para más nada.
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Carlos Barreto Neurólogo | Brain Profesional Health
Escritor
Había decidido llamarse Claudia. Luego de una eterna búsqueda entre cientos de nombres, eligió uno más conocido. Nada rebuscado. Diría yo: repetido. Nada de “Santa” esta o aquella, nada de “Virgen”, Carmen o Estela. Nada sacro, porque así evitaría aún más la condena social. Le había bastado con ser bautizada con nombre de nene. Criada como macho. Castigada como algo feo. Decía que no siempre se sale ilesa de las inclemencias.
El perfil de una no tiene que gustarle a nadie, pienso yo, mientras escribo metáforas en mi mente. Le debe gustar a una misma. A nadie más. Las leyes existen para complacer a unos y sancionar a otros. Para más nada. Por eso solo corro la cortina de mi ventana para mirar hacia afuera.
Claudia pasa una y otra vez. Yo me asusto, y vuelvo a cerrar la cortina. Así vivo. Solo veo las noticias, esperando alguna novedad justa. Que nunca llega.
El día que la mataron, a ella, a Claudia, yo estaba frente al televisor. Me extrañó que fuera noticia de primera plana. Había sido asesinada por la Senadora Dignidad. La misma que ya había puesto en riesgo de muerte a cientos desde que entró al Senado. Leyes para prohibir abortos. Leyes para evitar cirugías a personas trans. Leyes contra tratamientos hormonales. Y muchas cosas más.
El reportero se refirió a Claudia como hombre. Incluso dijo su nombre muerto, como si eso la despojara de todo lo que fue y defendió. Como si matarla no hubiera sido suficiente.
La Senadora Dignidad la esperó en un baño de mujeres y la mató. A puñaladas. A sangre fría. Cegada por la sed de poder. Cegada por el odio que da el poder. La mató porque no soportó que ella burlara sus leyes y entrara al baño con el que se sentía identificada y segura para usar. No la soportaban. Claudia era activista y les quitaba protagonismo. La quitaron del medio. Violentamente.
Yo me quedé inmóvil por unos minutos. Luego, me paré y fui al balcón. Me fumé un cigarro. Entré y fui al cuarto de mis dos hijas para verlas dormir: Andrea, de 17, y Lu, de 14, quien pedía que le llamáramos Claudia desde que había comenzado recientemente su proceso de transición a niña. Todo en secreto, con una médica de una policlínica. Era su deseo, su identidad, y yo, como madre, jamás le negaría el apoyo. A pesar de las leyes de la Senadora Dignidad y sus colegas. Por encima del mundo, si fuera necesario.
Les eché la bendición y volví al balcón. Me senté, temblando, y pensé en Claudia, la de la televisión, asesinada por un mundo que no perdona, y en mi Lu, ahora también Claudia, luchando por ser ella misma. Me quedé dormida allí en el balcón, agotada de tanto sostenerme en la esperanza de un mundo mejor.