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Cuando la fe se convierte en trampolín político

No podemos seguir prestando nuestras voces a quienes convierten la religión en un trampolín político

SAN JUAN, Puerto Rico

Por Rev. Ignacio Estrada Cepero, para Pride Society Magazine

Hay una reflexión que se hace urgente en estos días. Una reflexión que incomoda, pero que no puede seguir postergándose. En los últimos tiempos, hemos visto cómo la delgada línea entre Iglesia y Estado —ese principio que por décadas sostuvo el equilibrio democrático— comienza a desdibujarse peligrosamente. Lo que en otro tiempo fue muro de respeto mutuo y de garantías para la pluralidad, hoy parece más una cuerda floja, tensada por intereses políticos y religiosos que buscan manipular la fe del pueblo con fines de poder.

Esto no es un juego. Lo digo con la seriedad que exige el momento. No estamos hablando de diferencias doctrinales o de eventos litúrgicos, sino de un fenómeno cada vez más visible y preocupante: la instrumentalización de la fe como estrategia electoral y el silenciamiento de las voces proféticas dentro de las iglesias.

Hace pocos días vimos un evento en La Fortaleza, en donde líderes religiosos fueron convocados a orar, cantar y alzar sus manos por la nación y sus gobernantes. ¿Está mal orar por quienes nos gobiernan? No. Todo lo contrario. La Biblia nos exhorta a hacerlo. Pero el problema aparece cuando el mismo púlpito que ora por justicia calla ante la injusticia, y cuando la mano que se alza en oración no se extiende para acompañar al pobre, al marginado, al que sufre. Como bien dice el evangelio de Lucas: “Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía.” (Lucas 12:1)

Y es que estamos ante una nueva forma de hipocresía: una en la que políticos de turno citan versículos bíblicos desde el podio del poder, apelan al amor de Dios mientras recortan fondos a la educación pública, abandonan a nuestros ancianos, criminalizan la pobreza y cierran programas de equidad. Invocan al Espíritu Santo con una mano mientras con la otra aprueban políticas que excluyen, empobrecen y discriminan.

Ahora bien, seamos honestos: muchos de nosotros aplaudimos con entusiasmo estos actos públicos donde “se pone a Dios primero”. Y sí, estoy completamente de acuerdo en que Dios es primero. Pero no lo es porque lo digamos en un discurso, ni porque abramos una sesión legislativa con una oración, ni porque instalemos un equipo de base de fe en el Senado o en La Fortaleza. Dios es primero porque siempre lo ha sido, y lo es cuando vivimos conforme a su Palabra, cuando el Evangelio se convierte en acción concreta, en justicia viva, en compasión encarnada.

Decir que Dios es primero no significa llevar corbata, ni vestirse de cuello clerical, ni montar un altar improvisado en medio de un mitin. Cumplir el Evangelio es mucho más que eso. Es acercarse al otro, es servir sin buscar reflectores, es actuar con coherencia. Jesús no vino en avioneta, ni en yate, ni en carro blindado. Jesús anduvo a pie, sanó con las manos, lloró con el pueblo y murió colgado de una cruz, no como espectáculo, sino como testimonio del amor radical de Dios.

Por eso, cuando leo comentarios que celebran que “por fin se está orando en los espacios de poder”, pero callan cuando vemos el enriquecimiento a costa de la fe, me pregunto si no estaremos viendo con un solo ojo. ¿Acaso hemos olvidado que el Evangelio no es miedo, sino libertad? ¿Que la fe no es apariencia, sino entrega real? ¿Que Jesús no se sirve del poder, sino que lo desenmascara?

Lo grave no es solo que algunos usen la fe como trampolín político, sino que tantas iglesias se presten para ello. Que se aplaudan los gestos vacíos mientras se ignora la realidad que vive el pueblo. ¿Dónde está el Evangelio cuando se abandona a las personas mayores, cuando se criminaliza al migrante, cuando se le niega dignidad a quien es diferente?

No confundamos la fe con el servilismo. Una cosa es una fe que abraza, escucha, acompaña y transforma. Otra muy distinta es una fe domesticada, reducida a ornamento para campañas o escudo para políticas inmorales. Cuando la Iglesia olvida su llamado profético y se convierte en cómplice del poder que oprime, ha dejado de seguir a Jesús.

La separación entre Iglesia y Estado no es enemistad. Es salvaguarda. Es respeto mutuo. Es lo que ha permitido que todas las expresiones de fe —o la ausencia de ella— puedan convivir en una sociedad plural. Cuando esta separación se debilita, se abre la puerta al fanatismo, al clientelismo político-religioso, y al desmantelamiento de derechos fundamentales.

Hoy más que nunca, necesitamos una fe con raíces profundas y con alas anchas. Una fe que no se alquile al mejor postor, sino que se mantenga firme del lado de la justicia. Necesitamos iglesias que incomoden, no que entretengan; pastores y pastoras que denuncien, no que decoren el poder; comunidades que sean sal y luz, no sombra cómplice.

No podemos seguir prestando nuestras voces a quienes convierten la religión en un trampolín político. No podemos seguir celebrando actos que simulan espiritualidad mientras silencian el dolor del pueblo. El Evangelio no se vende, no se negocia, no se instrumentaliza. El Evangelio se vive, se defiende y se proclama con valentía, aunque duela.

Esta reflexión no es un ataque. Es un llamado. Un grito de alerta. Una invitación a despertar.

Porque aún es tiempo de rectificar. Aún es posible ser una Iglesia que camine con el pueblo y no sobre él. Aún podemos decidir entre seguir a Jesús o seguir al poder. Y eso, queridas hermanas y hermanos, es una decisión profundamente espiritual.

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