Alexa, Penélope, Layla, Serena, Michelle, Samuel y las innombrables no eran números: eran sueños masacrados por odio y traición
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Rev. Ignacio Estrada Cepero
El 24 de febrero de 2020, Neulisa “Alexa” Negrón Luciano, mujer transgénero sin hogar, fue acribillada en Toa Baja. Horas antes, acosada por usar un baño de mujeres en un McDonald’s, clamó ayuda. La policía supo y no intervino. Un video grabado por sus asesinos circuló, burlándose de su muerte, mientras la isla miraba impasible. Ese año, Puerto Rico, con solo el 0.98% de la población de EE. UU., cargó con 6 de los 44 asesinatos transgénero del país: un 13.6% que grita genocidio. La sangre sigue corriendo, y las instituciones —policía, justicia, gobierno— no solo fallan: apuñalan con su silencio cómplice. Esto no es una crisis; es una masacre consentida.
La magnitud de un exterminio silenciado
Puerto Rico caza a sus personas transgénero con saña. En 2020, Human Rights Campaign (HRC) registró 10 asesinatos LGBTQ en 15 meses —cinco en apenas dos—, un récord que avergüenza. Entre 2009 y 2011, el National LGBTQ Task Force documentó 18 víctimas, muchas trans, mostrando un horror que no retrocede. En 2023, el Observatorio de Equidad de Género reportó aproximadamente 55 mujeres asesinadas; al año siguiente, 82. ¿Cuántas eran trans? No lo sabemos: el sistema las borra. Activistas como Pedro Julio Serrano estiman un 20% mínimo, sepultado por una clasificación que miente.
Penélope Díaz Ramírez murió en 2020, atrapada en una cárcel de hombres por pura negligencia. Layla Peláez y Serena Angelique Velázquez fueron calcinadas en Humacao ese año, su humanidad reducida a cenizas. Más recientemente, publicaciones en X gritaron por una mujer trans desmembrada en Carolina; la policía calló. Otra desapareció en Bayamón, reportada en X, y el rastro se pierde. ¿Cuántas más? El gobierno no responde, porque prefiere no saber. Cada cuerpo es un trofeo de su abandono.



Los verdugos uniformados
La policía no salva; mata con su desprecio. Ignoró a Alexa y profanó su identidad, pisoteando la Orden General 624. Condenó a Penélope al enviarla a una celda de hombres. Tergiversó a Samuel Edmund Damián Valentín, hombre trans asesinado en 2021, llamándolo mujer para lavar su ineptitud. Amnistía Internacional los acusó en su informe más reciente: no aplican protocolos, ridiculizan a sobrevivientes. Publicaciones actuales en X exponen agentes mofándose de denuncias trans. ¿Quién los sanciona? Nadie.
El sistema judicial apesta a podredumbre. Tiene leyes de crímenes de odio desde 2002, pero las entierra. Serrano lo dijo recientemente: “Ni un caso trans llega a juicio como crimen de odio en cinco años”. El Departamento de Justicia no cuenta víctimas trans; el Instituto de Ciencias Forenses “pierde” pruebas —como un cuchillo en Arecibo, reportado en X— con descaro criminal. Esto no es error; es sabotaje.
El gobierno de Pedro Pierluisi encabeza la traición. Su estado de emergencia de 2021 es una farsa: no hay datos, no hay castigo, no hay cambio. Bloquea la educación de género, cede a fanáticos religiosos, ignora los cuerpos que caen. En 2023, rechazó el Proyecto 764 contra atletas trans, pero no detuvo un solo asesinato. “Nos cazan mientras miran al techo”, rugió un activista en X. Ustedes, en Fortaleza, en la legislatura, en cuarteles: tienen sangre en las manos. No se laven la culpa.
La justicia que escupe en las tumbas
Michelle Ramos Vargas yace baleada desde 2020 en San Germán. ¿Evidencia? Perdida. ¿Investigación? Muerta. Layla y Serena vieron arrestos, pero la justicia se arrastra, oliendo a tapadera. Más tarde, Ponce olvidó a una mujer trans asesinada, reportada en El Vocero; su identidad ni se nombró. En Bayamón, otra quedó en las sombras, desaparecida según X. No son casos sin resolver; son vidas descartadas por un sistema que las odia. Cada expediente cerrado es una puñalada más.

Un Puerto Rico que siembra muerte
El fundamentalismo religioso y el machismo envenenan la isla. Legisladores censuran drags (Proyecto 1821) mientras callan ante los cadáveres. La educación de género, arrancada en 2017 por iglesias, cría verdugos desde niños. Amnistía Internacional lo vio en su último informe: una “retórica fundamentalista” mata. “Se juzga ser trans mientras se apilan cuerpos”, tronó una activista en X. Esto no es cultura; es barbarie.
La lucha es hoy
Basta. Esto es un genocidio, y termina hoy. La policía debe purgar su transfobia, seguir protocolos o ir presa. La justicia debe juzgar crímenes de odio, no archivarlos. El gobierno debe imponer educación inclusiva —sin excusas ni rezos— y mostrar datos reales, castigando a quien los esconda. Pierluisi, su emergencia fue basura; Jennifer González declare guerra a esta matanza o váyase.
Reflexionemos: la comunidad trans tiembla. La tendencia actual, con un Congreso de EE. UU. y un gobierno local inclinados a lo conservador, amenaza con arrancar derechos básicos —salud, identidad legal, espacios seguros— ganados con sangre. Proyectos como el 1821 o discursos que deshumanizan encienden la mecha. Si ayer nos mataron por ser, mañana nos matarán por resistir. Esta erosión no es hipotética: es un tambor de guerra que promete más cuerpos, más odio, más silencio. No podemos mirar atrás sin ver adelante; cada derecho perdido es un permiso para el próximo asesino.

No solo ellos: nosotros, tú que lees, debemos actuar. Callar es disparar. Solidaridad no es pena; es lucha. Únete, grita, salva vidas. Este genocidio no espera.
Voces que nos juzgan
Alexa, Penélope, Layla, Serena, Michelle, Samuel y las innombrables no eran números: eran sueños masacrados por odio y traición. Otra persona trans puede morir mientras tus ojos recorren estas líneas, asesinada por un sistema que la sentencia y por nosotros si no hacemos nada. Instituciones, mírense las manos: están rojas. Pueblo, despierta: su sangre nos salpica a todos. Este artículo no pide; exige. Que la culpa queme, que la solidaridad arda, que la justicia viva. Por ellas, por siempre, ¡basta ya!