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Salud mental LGBTQ+

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El pasado mes de agosto un querido y respetado amigo tuvo un percance de salud mental con intentos de suicidio y hospitalizaciones. Fue una situación muy triste. Me puso a pensar mucho y a hacer introspección. La realidad es que hace unos meses, pude haber sido yo. Entendí la fortuna y el privilegio de tener un sistema de apoyo, y acceso a cuidados de salud mental que otros no tienen. También me felicité a mí mismo por admitir, aceptar y reconocer que mi salud mental está comprometida, y trabajar un día a la vez para tener mejor calidad de vida, una visión y un propósito.

En una conversación con mi esposo hice una lista, del tope de mi cabeza, de amigos y conocidos, pares cuarentones y cincuentones, que estamos todos bregando con depresión, ansiedad, el estrés postraumático y me di cuenta de que no soy el único. Más bien, parece una epidemia. También hice inventario de los amigos que ya no están porque optaron por el suicidio, ya sea por sus propias manos o por proxy. La lista es preocupante y apunta a un patrón. Decidí entonces, escribir un artículo sobre la salud mental en nuestras comunidades LGBTQ+. Al hablar sobre salud mental en las comunidades LGBTQ+, lo haré desde mi experiencia y no es fácil.

No es fácil porque vivimos en una sociedad en la que hay un estigma asociado a la salud mental. Es común ver en las redes sociales fotos de amistades y conocidos en el hospital con el suero puesto y pidiendo oraciones y apoyo. No recuerdo, en más de una década que llevamos usando redes sociales, que alguien postee: “Estoy en Capestrano por un ataque de ansiedad”. Las respuestas no serán las mismas. Si estamos en la sala de emergencia porque
nos subió la presión arterial o recibiendo tratamiento de cáncer, serán de compresión y apoyo; las del post sobre el hospital psiquiátrico, si alguna, serán de pena, consejos de relajarse, trabajar menos, “vete un rato pa’la playa”, escuchar música o algún remedio natural. La incomodidad es notable. Nadie responsabiliza al paciente por la presión arterial alta, o la diabetes o el cáncer, aunque en la mayoría de los casos, tiene que ver con el estilo de vida.
Pero si es un asunto de salud mental, se pone en entredicho, se minimiza, se cataloga de “drama” y se culpa a la persona y su estilo de vida. El mismo estigma provoca que muchas personas esperen hasta tocar fondo para buscar ayuda y un número significativo de personas nunca la recibe o es muy tarde.

«Cada semana, cuando me siento en la butaca en la oficina de mi psicólogo a vomitar todo el odio que me alimentaron, y tengo revivir las palabras de mis padres, el acoso escolar, los chismes de vecinos y familiares y la demonización en la iglesia, lo hago con el firme propósito de sanar y tener la calidad de vida que merezco y debí tener siempre».

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), aunque hace más de 30 años la homosexualidad dejó de estar clasificada como un trastorno mental, las comunidades LGBTQ+ siguen siendo menos propensas a tener acceso a y a buscar los servicios de salud de salud mental debido a la fuerte estigmatización. Las encuestas mundiales indican que las comunidades LGBTQ+ experimenta mayores disparidades sanitarias y peores resultados en
materia de salud que los heterosexuales, señala la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Esto repercute en tasas más elevadas de infección por VIH, depresión, ansiedad, consumo de tabaco, abuso de alcohol, suicidio e ideación suicida como consecuencia del estrés crónico, así como aislamiento social y falta de conexión con diversos servicios de salud y
de apoyo.

Un estudio reciente de la Escuela de Medicina de la Universidad de Yale, en la que participaron 393,000 adultos y publicada en la revista “Neurology”, encontró que las personas de las comunidades LGBTQ+ tienen un 15% de mayor riesgo de sufrir problemas de salud combinados, mental y cerebral, incluyendo demencia, derrames y depresión y otros. El estudio va más allá y concluye que, dependiendo del sexo biológico, los riesgos son específicos: los hombres gays (cisgénero) tienen alto riesgo de depresión; las mujeres lesbianas (cisgénero), y otras minorías de género tienen mayor riesgo de demencia; y las personas trans, de derrames cerebrales. Este estudio confirma otros estudios en países como Argentina e Inglaterra.
Aunque el promedio de edad del estudio es de 51 años, sabemos que las causas no comienzan a los 50 años. Las causas se dieron en la niñez, adolescencia y adultez temprana de las personas. De hecho, en adultos LGBTQ+ el daño puede ser irreversible. Un estudio reciente de la Administración de Servicios de Salud Mental y Contra la Adicción de Puerto Rico (ASSMCA) reveló que los jóvenes LGBTQ+ en Puerto Rico son más propensos a sufrir acoso, depresión e intentos suicidas. Si así es en el 2024, ¿cómo habrá sido en las décadas de 1960, 1970, 1980, 1990?

Un porciento altísimo de los adultos LGBTQ+ no tuvimos una niñez segura. Crecimos rodeados de la homofobia familiar, social e institucional tan predominante en la cultura machista y misógina del país. No había consciencia de otra cosa que no fuera el modelo heteronormalista y el patriarcado: nenes de azul, nenas rositas; los nenes juegan con carritos; las nenas, con muñecas; y por supuesto, los nenes no lloran. Nuestra adolescencia, tan importante para el desarrollo cognitivo, emocional y social, se vio marcada por el acoso o la represión de lo que éramos y sentíamos. La tortura en días como San Valentín o el “seniors’prom” en los que era notable la diferencia en cómo y a quiénes amábamos y deseábamos.

Cualquier logro político, como el matrimonio igualitario y leyes de protección, dan igual si vivimos una vida a medias, como víctimas perpetuas de odio. Foto | Canva

Quienes podían escapar a la universidad o al continente tenían oportunidad de hacer su vida. ¿Cuántos más se vieron obligados a casarse, tener hijos, pretender? Las consecuencias de lo que toda esa homofobia externa e interna, de todo ese estrés crónico, miedo, ansiedad y confusión le causa al cerebro, a las psiquis y personalidad de las personas no son nada bonitas.
Cada semana, cuando me siento en la butaca en la oficina de mi psicólogo a vomitar todo el odio que me alimentaron, y tengo revivir las palabras de mis padres, el acoso escolar, los chismes de vecinos y familiares y la demonización en la iglesia, lo hago con el firme propósito de sanar y tener la calidad de vida que merezco y debí tener siempre.

Tengo presente en mi memoria aquellos para los que fue demasiado y no están presentes hoy. Me pregunto si pude haber hecho algo más o si la empatía a distancia, sin meterme en los problemas de otros, respetando privacidades fue suficiente. Tal vez no. Tal vez el problema real es que cargamos con estigmas, miedos, pensamientos y sentimientos impuestos por la sociedad y no acabamos de eliminarlos. Imaginen por un momento que, teniendo en cuenta que compartimos una historia, que somos productos del mismo país y una sociedad machista, misógina y lesbi-homo-transfóbica, enfrentáramos el miedo, toda culpa, la vergüenza, el coraje y el dolor de forma colectiva. Si pudiéramos hablar del tema sin ser criticados. Si reconociéramos la grave injusticia cometida contra nuestras comunidades. Si
admitimos que salir del clóset no es suficiente si tengo que estar borracho o usar drogas para poder tener sexo, si no puedo tener relaciones estables, si recurro a la violencia con mi pareja, si someto mi cuerpo de dietas y cambios estéticos en búsqueda de aceptación cuando realmente nunca nos hemos aceptado.

Cualquier logro político, como el matrimonio igualitario y leyes de protección, dan igual si vivimos una vida a medias, como víctimas perpetuas de odio. La lucha por nuestros derechos humanos y civiles no es un asunto de matrimonio o leyes. La lucha se da para poder tener una vida digna y plena, desde la niñez hasta la muerte. Mientras haya vida, hay oportunidad de sanar. Solo toma dar el primer paso: admitir, dejar que ese niño herido y asustado que llevamos dentro llore; entonces hablar. Buscar la ayuda que mejor funcione: hablar con una amiga, ir al psicólogo, grupo de apoyo, una app de meditación mindfulness o lo que sea que nos permita amarnos y aceptarnos tal cual somos y podamos sanar las heridas del odio. Y en ese proceso de sanar también acompañar a personas que tienen más dificultad. Sobre todo, luchar para que la próxima generación no pase por lo mismo que pasamos nosotros.

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