Share This Article
Lo que ocurre en Santo Domingo no es un hecho aislado. Escenarios similares se reportan en Matanzas y otras provincias del país
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Rev. Ignacio Estrada Cepero, para Pride Society Magazine.
En Cuba, el dolor ya no se mide solo en cuerpos enfermos, sino en silencios. La voz de una doctora cubana, profesional y madre, se alza desde la fatiga de sus propias articulaciones inflamadas por el chikungunya. Se llama Perla, fue mi compañera de estudios en la primaria y hoy ejerce su profesión en Santo Domingo, un poblado de la provincia de Villa Clara, en el centro de la Isla.
Desde allí, con la valentía de quien ya no puede callar, compartió en su perfil de Facebook un testimonio que ha estremecido a muchos. Ese espacio digital —uno de los pocos donde los médicos pueden expresarse con cierta libertad— se ha convertido en una trinchera desde la cual informa, denuncia y educa sobre la realidad que vive el personal sanitario cubano.
Lo que ocurre en Santo Domingo no es un hecho aislado. Escenarios similares se reportan en Matanzas y otras provincias del país, mientras se teme que el paso del huracán Melissa agrave aún más la situación sanitaria en el oriente cubano.
El testimonio de Perla, escrito desde la desesperación y la ética, se ha vuelto un espejo del país: un sistema sanitario que agoniza mientras intenta aparentar fortaleza. No habla como opositora ni activista, sino como quien sufre y observa. “Los médicos cubanos estamos improvisando sobre la marcha”, escribió. “No existe una guía clínica oficial para tratar esta enfermedad”.
Su denuncia es un acto de amor, no de rebeldía: amor por sus pacientes, por la medicina y por un pueblo que ya no puede esperar respuestas desde arriba.
Desde julio de 2025, cuando aparecieron los primeros casos, el chikungunya se ha extendido por toda la isla. Los hospitales colapsan, los medicamentos escasean y los profesionales de la salud —ya sobrecargados y mal pagados— improvisan tratamientos con información de otros países.
La doctora lo confirma con cifras alarmantes: de 47 pacientes atendidos, 34 presentan síntomas prolongados y 28 enfrentan una fase subaguda que los deja casi inmovilizados. Son datos que sobrepasan con creces los registros internacionales, pero que en Cuba no aparecerán en ningún informe oficial.
La crisis del chikungunya no se propaga solo por el mosquito. Se alimenta de la falta de saneamiento, de la basura acumulada, de las aguas estancadas y de la ausencia de una política real de control vectorial.
En muchas provincias no hay insecticidas ni equipos de fumigación, y cuando los hay, no alcanzan para todos los barrios.
Los apagones interminables, resultado de un sistema energético colapsado, se convierten en el mejor aliado del mosquito: en la oscuridad y el calor, la población duerme sin protección, sin mosquiteros, sin ventiladores y sin repelentes que ya no existen o cuestan precios inalcanzables.
A esto se suma la crisis del agua: los tanques abiertos se vuelven criaderos inevitables y la higiene doméstica se deteriora. No es solo una emergencia sanitaria, sino social. El virus encuentra en Cuba el terreno perfecto para multiplicarse porque el Estado no ha podido —o no ha querido— garantizar las condiciones básicas para prevenirlo. Y mientras tanto, la propaganda insiste en que todo está bajo control.
El chikungunya, una enfermedad viral transmitida por mosquitos, provoca fiebre alta, dolores articulares y rigidez incapacitante. En su fase crónica puede durar meses e incluso años, afectando gravemente la calidad de vida. Pero en Cuba, la verdadera epidemia no es el virus, sino la desinformación y la censura.
Nadie habla de ese número en crecimiento de personas que no pueden levantarse de la cama. Nadie menciona los certificados médicos que se acumulan, los ancianos que quedaron dependientes, los trabajadores que ya no pueden sostener su familia. La enfermedad se combate con lo que haya: con rezos, con té de hojas, con voluntad. Y mientras tanto, las autoridades siguen en silencio, temerosas de reconocer una crisis sanitaria que se les escapó de las manos.
El colapso del sistema de salud cubano no se debe solo a la falta de recursos. Es el resultado de años de abandono estructural, de médicos exportados, hospitales sin insumos y un discurso político que prioriza la apariencia sobre la vida. Las paredes pintadas con consignas ya no alcanzan para tapar la grieta que atraviesa cada consultorio.
Lo que hace Perla al escribir públicamente es un acto de valentía. Es también una señal de que aún hay esperanza. En sus palabras resuena la voz de miles de profesionales que, a pesar de todo, siguen cumpliendo su juramento hipocrático con lo poco que tienen.
Siguen cuidando, siguen investigando, siguen creyendo que la ciencia y la verdad pueden ser formas de resistencia. Su testimonio recuerda que en medio del colapso hay seres humanos que no se rinden. Que aún dentro de un sistema que castiga la crítica, hay quienes siguen hablando, aunque tiemble la mano, aunque el dolor no los deje dormir.
Esa esperanza humilde —la que nace del compromiso con la vida— mantiene encendida la luz de un país que parece vivir a oscuras.
