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“No vamos a volver a los márgenes…”

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Es hora de alzar nuestra voz en un canto de justicia, un canto que resuene en las calles, en los templos, en los corazones endurecidos por el miedo y la ignorancia. Es hora de proclamar que la dignidad no es negociable, que la humanidad de cada persona es sagrada y que el amor nunca debe ser motivo de condena.

El colectivo trans ha sido perseguido, silenciado, marginado por quienes no han querido ver la belleza de la diversidad. Pero la dignidad no depende del reconocimiento de las mayorías ni de las leyes que intentan borrar identidades con un trazo de tinta. La dignidad es inherente, porque cada ser humano es imagen y semejanza de Dios. Y Dios no comete errores.

Las palabras de Carla Antonelli en su intervención ante el Parlamento español nos recuerdan la urgencia de este momento. Con su voz firme y valiente, denunció la violencia y el odio que tantas veces se han justificado bajo pretextos ideológicos o religiosos. Habló del sufrimiento real de quienes han sido despojados de su derecho a existir plenamente, de quienes han sido forzados a huir de sus hogares, de quienes han perdido la esperanza porque la sociedad les ha negado su humanidad.

El odio deja heridas profundas, muchas veces invisibles para quienes lo propagan, pero devastadoras para quienes lo sufren. Las agresiones, el rechazo, la discriminación no son simples opiniones; son armas que destruyen vidas, que empujan a tantos al suicidio, a la desesperación, al miedo constante. Cada insulto, cada ley que niega derechos, cada rechazo en la familia o en la iglesia, suma peso en el alma de quienes solo buscan vivir con dignidad. No podemos seguir ignorando esta realidad. ¿Cuántas vidas más deben apagarse antes de que tomemos conciencia de que nuestras palabras y acciones tienen consecuencias?

Necesitamos construir familia, reconstruir corazones y sanarlos. No se trata solo de leyes o de discursos, sino de restaurar lazos rotos, de abrir puertas en lugar de cerrarlas. El verdadero cristianismo no es condena, es redención. No es exclusión, es abrazo. No es muerte, es vida en abundancia. Cada persona trans que sufre rechazo es una herida en el cuerpo de Cristo, y cada acto de amor y justicia es una señal del Reino de Dios en la tierra.

Los templos, los espacios de liderazgo y las comunidades deben ser lugares de refugio y no de persecución. No podemos seguir participando de la espiral de odio que nos arrastra. No podemos seguir permitiendo que los púlpitos sean usados como trincheras para lanzar piedras en lugar de ser espacios de gracia y restauración. No podemos seguir justificando la exclusión con un evangelio que, en su esencia, es radicalmente inclusivo. Si seguimos fallando en amar, entonces hemos fallado en todo.

Es imperativo que la justicia no sea vista como una concesión, sino como un derecho inalienable. Desde todas las posiciones de liderazgo, desde cada rincón de nuestra sociedad, debemos preguntarnos: ¿estamos usando nuestro poder para edificar o para destruir? ¿Estamos siendo agentes de amor y justicia o instrumentos de violencia y opresión? Es hora de vestirnos de compasión en lugar de arrogancia, de humildad en lugar de superioridad. Es hora de hacer de nuestras comunidades espacios seguros donde cada persona pueda ser quien es sin miedo.

“El evangelio que predico es el de la inclusión, el que nos exhorta a amar sin barreras y sin condiciones…”

Este no es un llamado a una sociedad cada vez más dividida, fragmentada en cada una de sus estructuras. No es un discurso antirreligioso, porque quien escribe este artículo es un pastor, un servidor de Dios, pero también un servidor del amor y la inclusión. Mi fe me llama a amar, no solo a quienes piensan como yo, sino también a quienes son distintos a mí, incluso a aquellos que me ven como su enemigo. El evangelio que predico es el de la inclusión, el que nos exhorta a amar sin barreras y sin condiciones.

Este artículo es un llamado a construir un Puerto Rico donde podamos abrazarnos más allá del color político, de nuestras creencias, de nuestra orientación sexual, identidad de género o nuestra fe. Es un llamado a la convivencia desde el respeto, a la justicia como base de nuestra sociedad y al amor como el principio que nos guía. Si nos encontramos en el amor, encontraremos el verdadero propósito de nuestra existencia.

Llamemos al amor. Aprendamos a respetar el amor en todas sus manifestaciones. Porque solo cuando aprendamos a mirarnos con los ojos de Dios—con ojos de amor, misericordia y justicia—seremos capaces de construir el Reino de Dios aquí en la tierra. Y ese Reino no es uno de exclusión, sino de brazos abiertos y mesas extendidas para todas, todos y todes.

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