En tiempos de injusticia, el silencio es complicidad. Cuando las estructuras de poder despojan a los más vulnerables de sus derechos, cuando las comunidades LGBTQIA+ son objeto de ataques desde los pasillos del poder y desde los pulpitos de sectores religiosos extremistas, el pueblo de Dios debe levantar su voz con valentía. Debemos hablar con claridad y con amor, proclamando que el Dios de la justicia no excluye, no ridiculiza y no abandona.
La administración de Donald Trump ha emprendido un ataque sistemático contra la comunidad LGBTQIA+, despojándola de protecciones legales, negándole derechos fundamentales y fomentando un clima de odio que se traduce en violencia real contra nuestros hermanos, hermanas y hermanes. Particularmente, la comunidad trans ha sido blanco de una crueldad política sin precedentes, desde la prohibición de su servicio en el ejército hasta la eliminación de protecciones en el acceso a servicios médicos y de vivienda. Estas políticas no solo son injustas, sino que contradicen el mandamiento más fundamental de nuestra fe: el amor incondicional de Dios por toda su creación.
Aún más alarmante es la complicidad de ciertos sectores religiosos que han bendecido estas políticas discriminatorias con su silencio o con su apoyo explícito. No podemos ignorar que hay iglesias y líderes religiosos que han aplaudido estas medidas, amparándose en una teología distorsionada que utiliza la Biblia como un arma de exclusión en lugar de una fuente de gracia y esperanza.
Sin embargo, la Escritura es clara en su llamado a la justicia y al amor. El profeta Miqueas nos recuerda: «¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el SEÑOR: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios» (Miqueas 6:8).
Jesús, a quien estos grupos afirman seguir, proclamó el amor radical de Dios al decir: «Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado» (Juan 15:12). No hay asteriscos en este mandamiento. No hay exclusiones. El amor de Dios es para todos, sin importar nuestra identidad de género u orientación sexual.
También el apóstol Pablo nos desafía a no conformarnos con un mundo de injusticia: «No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» (Romanos 12:2). No podemos conformarnos con una fe que apoya la discriminación. No podemos aceptar un cristianismo que se ha vuelto cómplice del odio.
Nuestra fe nos llama a desafiar los sistemas de opresión y a estar del lado de los oprimidos. Nuestra fe nos impulsa a defender la dignidad de cada ser humano como portador de la imagen divina. Como Iglesia, debemos levantarnos y proclamar con claridad: Dios ama a las personas LGBTQIA+. Dios camina con la comunidad trans. Dios no es cómplice de la injusticia.
Es hora de hablar con fuerza. Es hora de alzar la voz profética. Es hora de hacer de nuestras iglesias espacios de acogida y justicia, donde cada persona sea vista y amada tal como Dios la creó. Porque al final, el amor triunfa sobre el odio, y la justicia de Dios nunca será silenciada.
Además de denunciar la injusticia, es fundamental que nos involucremos en la construcción de un mundo más justo y equitativo. La fe cristiana no es pasiva; es un llamado a la acción. Debemos apoyar políticas que garanticen los derechos de la comunidad LGBTQIA+, ser aliados activos en nuestras comunidades y denunciar cualquier forma de violencia y discriminación. Debemos educarnos y educar a otros en nuestras iglesias, promoviendo una teología inclusiva y liberadora que refleje el corazón de Dios.
Asimismo, es crucial que acojamos con amor a quienes han sido heridos por la iglesia. Muchas personas LGBTQIA+ han sido rechazadas, expulsadas y traumatizadas por comunidades de fe que han usado el nombre de Dios para justificar su odio. Como seguidores de Cristo, estamos llamados a ser agentes de sanidad y reconciliación. Debemos abrir nuestras puertas y nuestros corazones, demostrando con hechos que el amor de Dios no tiene condiciones.
La historia nos muestra que los grandes cambios comienzan cuando las voces proféticas se alzan sin miedo. No estamos solos en esta lucha. Sigamos adelante con la certeza de que la justicia divina prevalecerá. Que nuestra fe nos impulse a ser luz en medio de las tinieblas, a ser refugio para los marginados y a proclamar con valentía: el amor de Dios es para todos, todas y todes, sin excepciones.
Que nuestra voz resuene, que nuestro compromiso sea firme y que nuestra acción transforme. Porque el Evangelio es, ante todo, una buena noticia de amor, inclusión y justicia para todas las personas.