Una reflexión para visibilizar la esperanza y la exclusión de quienes enfrentan el cáncer desde los márgenes
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Rev. Ignacio Estrada Cepero, para Pride Society Magazine.
Fue un momento simple, pero profundo. Salía del Hospital San Jorge en San Juan, tras una visita pastoral, cuando me detuve frente a la campana de la esperanza. Colgaba en un rincón del pasillo, silenciosa. Esperando la próxima mano que, con emoción y lágrimas, celebraría la victoria tras vencer el cáncer. Me quedé allí por un instante. Oré. Pensé en quienes han podido tocarla, y en quienes no llegaron a hacerlo. Pensé en mi padre. Y también pensé en aquellas personas que, aún en tratamiento, cargan algo más que la enfermedad en su cuerpo: cargan el peso de la invisibilidad.
Porque la campana de la esperanza no suena igual para todo el mundo.
Más allá del diagnóstico
Quienes enfrentan el cáncer no solo luchan contra células que se multiplican sin control. Muchas veces, deben hacerlo sin familia, sin red de apoyo, sin fe que los sostenga. Y esto es especialmente real para quienes forman parte de la comunidad LGBTQ+.
Las estadísticas no siempre lo cuentan, pero en cada sala de hospital hay historias que se repiten en voz baja: personas trans que reciben tratamientos con sus nombres legales, no con los que honran su identidad. Personas queer que viven la enfermedad en silencio porque sus familias les dieron la espalda. Pacientes que se enfrentan al dolor físico mientras son tratados con frialdad o prejuicio por parte del personal médico o capellanes que los excluyen.
A veces, el cáncer no es lo más devastador. Lo es la soledad. Lo es la mirada que juzga. Lo es el silencio de una iglesia que no supo estar.
¿Quiénes acompañan a quienes nadie ve?
No basta con tener una campana. No basta con celebrar victorias médicas si no somos capaces de mirar a quienes luchan desde la sombra.
Porque cuando una persona LGBTQ+ recibe un diagnóstico de cáncer, no solo teme a la enfermedad. También teme ser tratada como «menos». Teme ser ignorada. Teme no poder elegir quién la acompañe en sus momentos finales.

Y la verdad, tan incómoda como urgente, es esta: muchas siguen muriendo sin ser vistas, sin ser escuchadas, sin ser reconocidas.
La esperanza también necesita justicia
Esta columna no es solo una denuncia. Es también un acto de esperanza. Porque creo en el poder de una comunidad que despierta. Porque sé que muchas iglesias están comenzando a sanar sus propias heridas, a mirar con otros ojos, a abrir los brazos que antes cerraron. Porque en cada historia de exclusión, también hay una posibilidad de conversión.
La campana de la esperanza puede convertirse en un símbolo más grande. Puede ser unallamada a la conciencia. Puede ser el eco de una sociedad que aprende a cuidar mejor, a amar mejor, a incluir mejor. Puede recordarnos que sanar no es solo curar el cuerpo, sino también restaurar la dignidad de quienes han sido marginados.
Frente a esa campana, hice una oración silenciosa. No fue solo por los sobrevivientes. Fue por quienes siguen resistiendo en silencio. Por quienes se van sin compañía. Por quienes han sido borrados de la narrativa de lucha.
Que cada vez que suene la campana de la esperanza, también resuene en nuestros corazones la urgencia de ver a quienes no han sido vistos. Que su eco sea una denuncia al olvido y una invitación a la ternura. Que como iglesia, como sociedad, como personas de fe y compasión, aprendamos a tocar las campanas que otros no pueden alcanzar.
Porque la verdadera sanación comienza cuando nadie queda fuera.