Mientras jugamos a ser dioses, hay gente deportada, señalada o excluida solo por llevar en la piel una historia
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Rev. Ignacio Estrada Cepero, para Pride Society Magazine
Desde tiempos antiguos hasta nuestros días, los tatuajes han generado todo tipo de opiniones. Para algunas culturas antiguas fueron signos sagrados, formas de pertenencia o símbolos de protección. Para otras, marcas de esclavitud o castigo. Y aún hoy, en pleno siglo XXI, siguen siendo motivo de debate, incomodidad o incluso rechazo.
¿Cuántas veces hemos escuchado frases como: “Eso no es de gente decente”, “Quien se tatúa seguro estuvo preso”, o “Con ese tatuaje no va a conseguir trabajo”? Incluso los tatuajes más artísticos y coloridos, que podrían exponerse en una galería, suelen ser motivo de prejuicio. Y lo más preocupante: a menudo se les juzga sin saber su historia, sin conocer la persona que los lleva.
Los tatuajes, que pueden ser expresión de arte, de memoria o simplemente de identidad personal, se han convertido en una piedra de tropiezo en muchas familias, iglesias y espacios sociales. En nuestros templos aún es común escuchar comentarios velados (o no tanto) que descalifican a quienes se marcan la piel. ¿Pero no son esos mismos cuerpos los que Dios también creó, amó y abrazó?
El problema se agudiza cuando pasamos del juicio al castigo. Recientemente supimos del caso de Andry José Hernández Romero, un maquillador y estilista venezolano deportado y llevado directamente a un centro de detención en El Salvador solo por tener tatuajes. En muchos contextos migratorios —como sucede con jóvenes centroamericanos, mexicanos o caribeños— tener un tatuaje puede ser leído automáticamente como una señal de pertenencia a pandillas, como el Tren de Aragua, por ejemplo. Esta generalización no solo es injusta: es peligrosa.
El tatuaje no es una sentencia. No es una prueba. No es una ficha policial. Es una forma —una entre muchas— de contar una historia, de recordar un amor, de honrar a alguien, de expresar una lucha o simplemente de llevar en la piel algo que el alma desea mostrar. Cada vez más jóvenes, artistas, personas creyentes o no creyentes, deciden marcar su cuerpo como una forma de expresión. ¿Y qué hay de malo en eso?
Este no es un juicio teológico ni una defensa bíblica de los tatuajes. No se trata de citar ni de condenar. Se trata, simplemente, de mirar más allá del prejuicio. De dejar de jugar a ser dioses y recordar que lo único que se nos pide, como seres humanos, es respeto. Respeto por quien no se parece a mí, por quien no hace lo que yo haría, por quien ha elegido marcar su piel como parte de su historia personal.
Nos urge una sociedad menos marcada por el miedo y más abierta al reconocimiento. Porque mientras juzgamos a alguien por su apariencia, hay deportaciones injustas sucediendo, hay personas excluidas de oportunidades laborales, y hay jóvenes siendo rechazados por sus propias familias. Y eso, más que un tatuaje, sí deja una cicatriz profunda.
¿No sería mejor tatuarnos el respeto en el corazón?