La muerte de Sara y de Alexa no puede ser solo una tragedia. Tiene que ser una llamada de atención. Un punto de quiebre. Una exigencia…
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Rev. Ignacio Estrada Cepero
En distintos países, en años diferentes, pero bajo el mismo rostro del odio, las historias de Sara Millerey González y Alexa Negrón Luciano se unen en una herida compartida. Ambas fueron asesinadas por ser mujeres trans, en actos de brutalidad que no pueden ser entendidos como hechos aislados ni atribuidos únicamente a individuos sin escrúpulos. Lo que les ocurrió fue producto de un sistema que sigue deshumanizando, persiguiendo y desprotegiendo a las personas trans en América Latina y el Caribe.
La vida que les fue negada
Sara tenía 32 años. Alexa, 27. Las dos eran visibles, valientes, sobrevivientes de contextos hostiles que no supieron acogerlas. Ambas fueron asesinadas con crueldad, pero además, sus crímenes fueron filmados y sus imágenes difundidas como si el dolor fuera un espectáculo, como si la muerte de una mujer trans fuera un contenido de consumo viral. Ese doble asesinato —el físico y el simbólico— revela hasta qué punto la transfobia ha calado en nuestra sociedad y cuán normalizada está la violencia hacia esta comunidad.
La brutalidad documentada
El caso de Sara ocurrió en Bello, Colombia, hace unos días. Fue golpeada con brutalidad, le fracturaron los brazos y las piernas, y luego la arrojaron a una quebrada. En un vídeo que circuló en redes sociales se puede ver a Sara agonizando, cubierta de lodo, aferrada a unas ramas, gritando por ayuda. Ninguna intervención inmediata evitó su muerte. Fue trasladada al hospital, en donde falleció poco después. Las autoridades reconocieron que hubo testigos del hecho y que algunos grabaron el ataque sin intervenir. El vídeo fue compartido en redes, reproduciendo su sufrimiento como si se tratara de material de entretenimiento.
Alexa, por su parte, fue asesinada en Puerto Rico en febrero de 2020. Días antes, fue víctima de una denuncia falsa que circuló en redes sociales, en la que se le acusó de estar espiando en un baño de mujeres. Esa publicación se viralizó, acompañada de insultos y mensajes transfóbicos. La madrugada siguiente, Alexa fue perseguida por un grupo de hombres que le dispararon con una pistola de pintura mientras se burlaban y grababan su humillación. Horas después, fue asesinada a balazos. Su crimen también fue filmado y difundido. Durante días, su imagen circuló en redes sociales sin ningún filtro, sin compasión, sin humanidad.

El sistema que permite estos crímenes
Ambos casos comparten patrones alarmantes: violencia física extrema, humillación pública, grabaciones de los hechos, y la difusión masiva de las imágenes del crimen en redes sociales. En ambas ocasiones, el acto de odio fue convertido en contenido viral, lo cual evidencia un nivel de deshumanización profundo y un uso irresponsable —y cómplice— de las plataformas digitales.
Estos crímenes no se explican únicamente desde la brutalidad de sus agresores. Responden a un entramado estructural de odio y exclusión. La comunidad trans sigue siendo una de las más vulnerables frente a la violencia, la pobreza, el desempleo, la falta de acceso a salud y vivienda, y la criminalización social. Además, en muchos países, los derechos conquistados por años de lucha están siendo desmontados por gobiernos que alientan discursos de odio y políticas que excluyen a las personas trans del reconocimiento legal y del sistema de protección estatal.
Fallas del Estado y complicidad digital
Tanto en Colombia como en Puerto Rico, estos crímenes ocurrieron en un contexto de retroceso institucional. En lugar de garantizar seguridad y justicia, el Estado ha fallado en proteger a las personas trans, en prevenir la violencia, y en investigar con celeridad y perspectiva de derechos humanos. A menudo, la respuesta institucional es lenta, insensible o simplemente ausente. Muchas denuncias no prosperan, se archivan, o nunca llegan a ser procesadas con seriedad. La justicia, para las personas trans, suele ser una promesa vacía.

Además, las plataformas digitales han demostrado ser espacios inseguros en donde la transfobia se multiplica sin control. Los algoritmos priorizan el escándalo por encima de la humanidad. La difusión de los videos de Sara y Alexa revela un problema urgente: el dolor de las personas trans sigue siendo un contenido sin regulaciones, reproducido sin consentimiento, compartido sin consecuencia. Las redes sociales, al permitir esto, se convierten en cómplices de la revictimización y la deshumanización.
Vivir con miedo no es libertad
La comunidad trans vive hoy bajo el peso del miedo. No es paranoia. Es una realidad documentada por organismos internacionales y organizaciones de derechos humanos. Miedo a caminar por la calle. Miedo a vivir con identidad propia. Miedo a terminar como Sara o como Alexa. Miedo a que la muerte no solo llegue de forma violenta, sino también impune, olvidada, expuesta.
No basta con lamentar
Frente a esta realidad, el silencio no es opción. Quedarse al margen es ser cómplice. Minimizar estos crímenes es perpetuar el sistema que los produce. Es urgente reconocer que no basta con sentir tristeza ante estas muertes. Hay que transformar la indignación en acción: desde la política, desde la justicia, desde la educación, desde los medios, desde cada espacio de poder y cada rincón de la sociedad.
La justicia como única respuesta válida
La muerte de Sara y de Alexa no puede ser solo una tragedia. Tiene que ser una llamada de atención. Un punto de quiebre. Una exigencia. Sus nombres no deben perderse entre estadísticas ni sus historias diluirse en la fugacidad del ciclo informativo. Nombrarlas es un acto de justicia. Recordarlas es un deber ético. Defender la vida de las personas trans es una responsabilidad colectiva.
Sara y Alexa tenían nombre.
Tenían historias, sueños, afectos, derechos.
Y tenían derecho a vivir.
Sus muertes no deben silenciarse ni ser normalizadas.
Aún desde la muerte, nos siguen llamando a despertar, a actuar, a no rendirnos.
No por ellas solas. Sino por todas las que aún siguen luchando por vivir en paz.