¿Es un gasto excesivo disfrazado de experiencia culinaria única?
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Mario Beltrán Pérez, para Pride Society Magazine
¿A cuántos de nosotros nos encanta salir a comer con familiares y amigos? Cualquier excusa es buena: desde el apagón, el cumpleaños y hasta celebrar un divorcio.
La comunidad LGBTQ+ no es la excepción cuando se trata de celebrar y compartir en restaurantes y bares. Pero, ¿cuánto nos está costando, hasta ahora, estas “tan necesarias” salidas? ¿O es que estamos bajo un espejismo de lujo, glamour y una “experiencia culinaria” mientras el bolsillo sufre las consecuencias?
Lo cierto es que salir a comer —ya sea un desayuno, el “famoso brunch”, un almuerzo o una cena— ya duplica el costo de lo que hasta hace poco pagábamos en cualquier establecimiento, prácticamente. Y es que, recientemente, al buscar dónde ir a brunchear en Aibonito, el costo por persona era de $125.00, más la propina, en uno de los establecimientos locales.
Salir a comer a un restaurante se ha convertido en un verdadero reto económico. Los precios del menú no dejan de subir, y una bebida de coctelería fácilmente puede costar entre 10, 15 y hasta 20 dólares. A esto se suma la propina, que ya fluctúa entre un 18 % y un 30 %, y muchas veces es añadida automáticamente al total de la cuenta. Lo que antes representaba una salida accesible de aproximadamente $50 para dos personas, ahora fácilmente supera los $100. Esto sin contar con unos impuestos que, en ocasiones, parecen arbitrarios o difíciles de entender.
Pero el tema va mucho más allá de los precios. En este modelo, los dueños de muchos establecimientos se benefician de una estructura que les permite pasarle al cliente la responsabilidad casi completa del salario de los meseros. Por ley, muchos patronos están autorizados a pagar a estos empleados menos del salario mínimo, con la expectativa de que las propinas aportadas por los clientes completen su ingreso. Esto crea un sistema desigual donde el consumidor absorbe no solo el costo de los alimentos, sino también parte de la nómina del restaurante.
El salario de los meseros se convierte en una deuda disfrazada de propina. En Puerto Rico, la ley permite que a los meseros se les pague un subsalario de $2.13 por hora, con la expectativa de que las propinas cubran la diferencia hasta alcanzar el salario mínimo estatal, que desde julio de 2024 es de $10.50 por hora.

El problema es que, en la práctica, muchos meseros no alcanzan ese mínimo con las propinas, y muchos patronos no ajustan la diferencia como exige la ley. Un estudio de Restaurant Opportunities Centers United reveló que el 79 % de los meseros no alcanza el salario mínimo solo con propinas, y que el 30 % de los patronos no cumple con el ajuste salarial cuando eso ocurre.
Mientras los dueños de restaurantes maximizan sus ganancias trasladando al cliente la responsabilidad del salario, los empleados se ven obligados a buscar dos y hasta tres empleos para poder sostenerse. Esta realidad no solo afecta su tiempo, sino que impacta directamente su salud, bienestar y su familia.
La propina, que originalmente era una expresión voluntaria de agradecimiento por un buen servicio, se ha convertido en una obligación tácita que los propios sistemas de pago automatizan, y donde no necesariamente el servicio se puede catalogar como bueno.
Este modelo no solo afecta al bolsillo del cliente, sino que perpetúa condiciones laborales precarias para los empleados del sector. ¿Por qué seguimos normalizando un sistema donde los dueños pueden maximizar ganancias a costa de salarios bajos y de un cliente que cada vez paga más?
Muchos de estos trabajadores son padres y madres de familia, con responsabilidades económicas y de crianza que no pueden atender adecuadamente debido a las largas jornadas y los horarios rotativos. La inestabilidad salarial hace casi imposible que puedan ahorrar, acceder a un plan médico adecuado o disfrutar tiempo de calidad con sus seres queridos.
Comer fuera nos encanta y es parte de nuestra diversión, pero no debería sentirse como una transacción forzada ni como un privilegio, tomando como base el alza general en el costo de vida.
Mientras tanto, el cliente asume cada vez más el costo de una estructura que solo beneficia al patrono.