Lo que debería inquietarnos es un liderazgo que se encierre en castillos doctrinales, que interprete la tradición como una coraza, y que desconfíe de todo lo que huela a apertura o reforma
SAN JUAN, Puerto Rico
Por Rev. Ignacio Estrada Cepero, para Pride Society Magazine
Recientemente, el cardenal alemán Gerhard Müller ha manifestado su preocupación por la elección de un nuevo Papa, advirtiendo que sería “catastrófico” tener un Papa “hereje que cambia cada día dependiendo de lo que dicen los medios de comunicación”. La frase es contundente, pero también problemática. No solo por lo que dice, sino por lo que revela.
Estas declaraciones, lejos de ser una simple opinión teológica, calientan los ánimos antes del cónclave y parecen apuntar —de forma no tan sutil— a animar la elección de un pontífice conservador, mucho más lejano del perfil que representó el papa Francisco. Un pontífice que no dialogue, que no cuestione, que no reforme. Un líder más cómodo con la rigidez que con la ternura, más afín a la autoridad que al servicio.
Más allá de las legítimas preocupaciones doctrinales o eclesiales que puedan existir tras la muerte de un pontífice, las palabras del cardenal Müller están impregnadas de una visión defensiva, alarmista y desconectada del espíritu del Evangelio. Al reducir el discernimiento del Espíritu Santo a una guerra contra los medios o a una cruzada contra supuestas “herejías”, se corre el riesgo de convertir la sucesión papal en un campo de batalla ideológico más que en un proceso espiritual.

Lo que debería preocuparnos no es un Papa que escuche lo que sucede en el mundo, que lea los signos de los tiempos o que camine con el pueblo. Lo que debería inquietarnos es un liderazgo que se encierre en castillos doctrinales, que interprete la tradición como una coraza, y que desconfíe de todo lo que huela a apertura o reforma.
Si un Papa “cambia” es porque la vida cambia. Porque el Evangelio no es una letra muerta, sino Palabra viva. Porque la verdad no es un dogma blindado, sino una persona: Jesús de Nazaret, quien tocó a los impuros, comió con los pecadores y descolocó a los custodios del templo. Y si el Evangelio se encarna hoy, necesariamente debe escuchar a las mujeres, a los jóvenes, a las víctimas de abusos, a las personas migrantes, a las personas LGBTQ+, y a todos los que han sido marginados por estructuras eclesiásticas que, a veces, han parecido más inquisidoras que pastorales.
¿Será herético un Papa que se deja tocar por el dolor del pueblo? ¿Será catastrófico un Papa que, como Francisco, se ha atrevido a hablar de una Iglesia sinodal, servidora y con olor a oveja? ¿O será más bien catastrófico que algunos purpurados sigan aferrados a una idea de Iglesia que no escucha, que no llora y que no se deja interpelar?
El próximo Papa no será perfecto. Ninguno lo ha sido. Pero la esperanza está en que sea fiel al Espíritu que sopla donde quiere, no al miedo que se esconde detrás de sotanas. Que no tema a los medios, sino a la indiferencia. Que no huya del mundo, sino que lo abrace con la compasión de Cristo. Que no repita fórmulas muertas, sino que anuncie vida en abundancia.
Porque el verdadero desastre sería tener un Papa que no escuche, que no dialogue, que no cambie.