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Una reflexión desde la fe sobre la adopción y la propuesta de Jorge Navarro

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Como hombre de fe y líder religioso, he aprendido que el amor es el mandamiento más grande que nos dejaron. No importa cómo se manifieste —dos mamás, dos papás o cualquier forma que el corazón elija—, lo esencial es que sea auténtico, que construya hogares en donde los niños y las niñas encuentren refugio, cariño y un futuro. En Puerto Rico, hemos dado pasos valientes para honrar esto. La adopción por parejas del mismo sexo es un derecho conquistado, un logro que refleja lo mejor de nosotros como pueblo: la capacidad de poner el bienestar de los más vulnerables por encima de prejuicios. Desde que en 2018 se aprobó la Ley de Adopción de Puerto Rico, bajo el Proyecto de la Cámara 29, hemos visto cómo el amor, en todas sus expresiones, ha tejido familias diversas y sólidas. Eso es algo que, como creyente, celebro con el alma.
 
Pero hoy, en 2025, me duele ver cómo nuestra fe está siendo usada como excusa para dar pasos atrás. El representante Jorge Navarro Suárez ha presentado una nueva iniciativa que busca darle inmunidad legal a agencias de adopción religiosas para que puedan rechazar a parejas del mismo sexo sin rendir cuentas. No es la primera vez que enfrentamos propuestas así; lleva el eco de intentos pasados que han querido disfrazar el discrimen con el manto de la “libertad religiosa”. Navarro asegura que esto no es discrimen, que solo protege las creencias de estas organizaciones. Pero, como líder de fe, lo digo sin rodeos: esto no es fe, es miedo. Si una agencia puede negarle a una pareja amorosa y capaz la oportunidad de formar una familia solo por ser del mismo sexo, eso es discrimen con todas sus letras. Escudarse en la religión para justificarlo es una traición a lo que realmente significa creer.
 
No estamos solos en este panorama. En los últimos meses, hemos visto una ola de propuestas que, bajo el pretexto de beneficiar a ciertos grupos religiosos, les dan carta blanca para excluir. Esto no es nuevo; es un hilo que conecta con iniciativas pasadas que han intentado lo mismo. ¿Qué está ocurriendo aquí? Parece un intento descarado de borrar la separación entre Iglesia y Estado, un principio que, como hombre de fe, defiendo no porque limite mi creencia, sino porque la protege. La fe verdadera no necesita imponerse; florece en la libertad, en el respeto, en el amor al prójimo. Decir que esto es “proteger la religión” es una excusa frágil cuando el resultado es claro: más niños esperando en un sistema colapsado, sin el abrazo de un hogar que los acoja.
 
Piensen en esto conmigo: en Puerto Rico, cientos de menores están bajo la custodia del Departamento de la Familia, soñando con una familia. La adopción no es un lujo para las parejas; es un derecho sagrado de esos niños a ser amados. Desde que las parejas del mismo sexo pueden adoptar, hemos sido testigos de cómo el amor ha transformado vidas, cómo ha dado esperanza donde antes no la había. Eso es lo que está en juego con esta nueva propuesta. Cada rechazo basado en prejuicio es un niño que se queda atrás, y como líder religioso, no puedo quedarme callado ante eso.
 
Esta iniciativa de Navarro no solo va contra el espíritu de inclusión que hemos construido; también mancha nuestra fe al usarla como escudo para el odio. La adopción no debería ser un campo de batalla ni venir con condiciones dictadas por el miedo. No podemos permitir que se convierta en una herramienta para decidir quién merece amar y quién no. Porque esto no es sobre creencias; es sobre control. Y como hombre de fe, rechazo que mi religión sea utilizada para justificar algo tan contrario al mensaje de amor que nos enseñaron.
 
Entonces, desde mi púlpito, les invito a reflexionar: ¿qué clase de pueblo queremos ser? ¿Uno donde el amor se viva en todas sus formas o uno donde se esconda tras dogmas y excusas? Los derechos de la comunidad LGBTIQ+ —el matrimonio igualitario, la adopción, la protección contra el discrimen— no son una amenaza; son una bendición que nos hace más humanos, más cercanos a lo divino. Pero propuestas como esta nos recuerdan que esos avances no son eternos; hay que defenderlos con la misma pasión con la que predicamos.
 
Hablemos con el corazón en la mano: esta nueva iniciativa no es fe, es una máscara para el rechazo. No es amor, es exclusión. Como líder religioso, como hombre de fe, digo basta. Que el amor —el que no juzga, el que no discrimina— siga siendo la raíz de nuestras familias, sin importar cómo se vean. Porque al final, lo que importa no es a quién amas, sino cómo amas. Y en eso, Puerto Rico puede ser un faro. No dejemos que nos lo apaguen con pretextos que no honran ni a Dios ni al prójimo.

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